Opinión
Perfil de una migrante venezolana en Chile: cuando las hojas vuelan
* Por Rosa Bohorquez, periodista venezolana en la zona lacustre.
De acuerdo con las cifras de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), presentadas en octubre pasado en Bruselas, durante la conferencia de solidaridad, el número de migrantes venezolanos asciende a 4,5 millones de personas distribuidas en todo el mundo. Yo soy una de ellas y esta es mi historia.
En realidad, me incomoda hablar de mí. Pero desde que soy migrante he asumido que es necesario abrirse ante el otro. Llegué a Villarrica hace un año y me acostumbré a que extraños me hicieran preguntas sobre mi vida y mi país, Venezuela. Pero desde hace unas semanas he sentido un cambio. Ya no solo me hacen preguntas. Ahora muchos quieren contarme sus vivencias. Sienten menos curiosidad y más disposición al diálogo. ¿En qué momento me hice una vecina más, como en efecto me siento? Probablemente como dice la frase que suena tanto “Chile despertó” y hay menos temor a confiar. O tal vez han cedido mis defensas, pues ya no son necesarias.
Llegué a Chile el 6 de octubre de 2018 en un vuelo que aterrizó apenas pasada la medianoche. Con mi esposo, quien al igual que yo es periodista, y mis dos hijos, Saúl de 17 años y Simón, de 14. Aunque muchas veces habíamos sellado el pasaporte en el pasado, este tránsito por Inmigración fue especial. Mi esposo entró como turista y regresó a Caracas dos meses después. Mis hijos y yo presentamos la Visa de Responsabilidad Democrática, un documento especialmente creado para los venezolanos. Fuimos una de las primeras familias que solicitó esa visa, apenas dos días después de iniciado el proceso de trámites para obtenerla. Aun así, habían pasado seis meses desde entonces.
Viajamos desde Santiago a Villarrica en autobús apenas dos días después de llegar a Chile. El frío nos dio la bienvenida: 6 grados. Ahora esa temperatura me parece natural y solo cuido que estemos abrigados. Pero aquel día era un elemento más de incertidumbre en nuestro exilio. Por suerte nos esperaba un hogar. El de una cuñada maravillosa que migró un año antes y que como muchos venezolanos en Chile y en el mundo, dio acogida amorosa a sus familiares.
De ella tomé a manera de mantra una frase que me fortalece cuando las situaciones son adversas: “Los migrantes somos como una hoja que lleva el viento”. Es verdad. Todos los venezolanos que escogimos estar fuera del país queremos ser económicamente solventes, conseguir el empleo para el que estamos preparados, ayudar a quienes se quedaron en Venezuela e incluso, en nuestro afán ambicioso y retador, hasta aspiramos a la felicidad y la calidad de vida. Pero como a Ulises, entre tanto la travesía nos aventura a muchas vivencias.
En mi caso he vendido planes telefónicos, ofrecido productos de limpieza para el hogar y atendido la recepción de un hotel. Otros como yo viven experiencias igual de inimaginables antes de la diáspora: dos oftalmólogos atienden la caja de un supermercado, una administradora organiza a los repartidores de periódico, un ingeniero es parquero en el centro. Durante las reuniones, cuando alguien comenta el oficio con el que comenzó su carrera laboral fuera de Venezuela, siempre resuena una carcajada contagiosa que se extiende a todos. Porque los venezolanos pocas veces dan rienda suelta al victimismo.
En mi experiencia sé que conocer, comprender y mimetizarse con el lugar al que se llega es muy valioso. Yo tuve suerte, llegué a La Araucanía. Un lugar donde la fuerza femenina está muy bien empoderada. Dónde si no aquí las mujeres danzan, crean, construyen y avanzan. En Villarrica y sus alrededores hay emprendimientos, grupos, encuentros… en ellos no me siento una forastera sino una hoja que forma parte del gran árbol común.
¿Cuándo veré a mis padres o al menor tendré la certeza de que consiguen sus alimentos y medicinas con normalidad? Otra vez la sensación del vuelo de una hoja. Un vuelo expectante, enriquecedor y desafiante.
*Rosa Bohorquez se incorporará al equipo de La Voz de Pucón para este 2020.
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