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Opinión

Obituario de José Luengo: gracias por tanto…

*Por Rodrigo Vergara

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Los primeros recuerdos que tengo de don José Luengo Espinoza (97 años) es verlo llegar en un taxi con sus maletas los primeros días del verano. Muchas veces llegaba tarde en la noche por un retraso del avión, pero sea como sea, su primera parada en la zona era en la casa de su amigo Alberto Vergara, mi padre. De ahí los saludos, los abrazos, los chistes, la conversa para ponerse al día del año, las cervezas, la comida, el vino… y bueno, ya se imaginarán como terminaba todo. Si no pueden hacerlo, se los reduzco a una escena: dos hombres grandes abrazados, pasados de copas y llorando como infantes de la alegría por estar juntos de vuelta. 

Y así lo vi llegar cada año. Siempre con sus trajes elegantes, las corbatas, las maletas, los regalos y las historias que pasaba cada año en el Chicago donde se estableció en 1976. Me gustaba escucharlo sobre cómo de alguna forma había cumplido con el sueño americano. Todo a punta de trabajo, esfuerzo, paciencia y aprendizaje para adecuarse a una cultura y a un idioma que desconocía. Pero lo hizo bien. Prosperó en el gran país del norte y estableció una pequeña empresa de jardinería que atendía los suburbios de esa ciudad estadounidense. 

Pero en José Luengo también se escondían otras facetas, más allá del trabajador que partió con Luis Eltit en Pucón o que en los peores tiempos tomaba un caballo para cruzar la cordillera y traer desde Argentina los productos básicos (harina, aceite y azúcar) para poder sobrevivir y pasar los inviernos. Estaba el nacionalista furibundo que pese a estar por décadas en Estados Unidos, nunca hizo un esfuerzo para adoptar (pudiendo hacerlo) la tan ansiada nacionalidad de ese país. O quien dejó a su extensa familia para venir a terminar sus días a su amado Caburgua. O el altruista que se encargaba de regalar cada año un hermoso reloj al mejor alumno de la principal escuela pública de Pucón. O el eterno galán con que sabía como endulzar los oídos del sexo opuesto. También estaba ese maestro incansable que siempre estaba dispuesto a enseñarte principios de vida o cómo cuidar mejor el jardín, plantar árboles frutales, podar el césped o enrielar a los hijos. 

Hay tantas cosas de José Luengo que me gustaría poner en este obituario. Como cuando me dio asilo en su casa de Caburgua cuando mis viejos me “expatriaron” (con justa razón) por unos días de la mía. O las tantas veces que me invitó a que me fuera a Estados Unidos, sin que yo hiciera caso (otros sí fueron y gozaron de su increíble hospitalidad). O esas conversaciones en las que me contaba las peripecias con que vivía con mi padre, su gran amigo en esta vida. En fin, sólo lamento no haber estado más cerca en sus últimos meses. La verdad es que me arrepiento de eso; aunque nunca es tarde para pedir perdón. Adiós don José, gracias por tanto y perdón por tan poco. Espero verlo del otro lado.

*Rodrigo Vergara es periodista y editor de LVP.

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