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Editorial

Volcán: que no sea el “cuento del lobo”

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Cuando el domingo 24 de septiembre el Servicio Nacional de Geología y Minería (Sernageomin) oficializó la decisión en torno a que el volcán Villarrica pasaba de Alerta Amarilla a Naranja, de alguna manera se entendió que la situación se complicaría, ya sea por una eventual erupción volcánica o por el efecto que traería sobre nuestra economía la alarma que, en los hechos, prácticamente clausuraba el pueblo.

Con todo, se entendía y se entiende que proteger la vida de las personas es más importante que el deseo natural, válido y necesario de trabajar para generar recursos que permitan sustentar nuestros proyectos de vida. Así, llegó la Alerta Naranja y con ella toda la vorágine mediática y política de las vocerías de quienes están, se supone, para protegernos. Y en ese contexto nuestro pueblo se paralizó.

Pero la erupción no ha ocurrido (mientras se preparaba esta editorial bajamos a Alerta Amarilla) y según los datos de los informes el volcán ha tendido a la estabilidad; pese a su permanente actividad. Entonces está llegando (o llegará) el tiempo de analizar todo lo que se hizo bien y también lo que se hizo mal. Pero, por ahora, queremos enfocar en un punto que, entendemos, debería estar sobre la mesa a la hora de nuevas emergencias de este tipo (y de seguro vendrán). 

Lo primero, no es lo mismo (en cuanto a efecto) decretar alertas volcánicas en el Villarrica o en el Llaima o en el Nevados de Chillán, por poner un ejemplo. En los últimos dos, la eventual alerta (sea Amarilla o Naranja) generará un nivel de impacto mediático siempre menor que el Villarrica. Pero más aún, poner restricciones en los últimos dos tiene un efecto muy distinto al hacerlo en nuestro macizo. La razón es simple, las comunidades aledañas al Llaima o al Nevados de Chillán tienen una matriz económica más diversificada y tienen a qué echar mano cuando el turismo se cae. En el Villarrica y, en particular el caso de Pucón (la comuna más cercana al volcán), la situación es muy diferente. Nuestra comunidad vive en un 80% o más de la actividad turística. Es decir, cuando se ejercen restricciones a la actividad el golpe es mucho mayor. Y ya de eso hemos soportado muchos en los últimos años: crisis social, pandemia y ahora el volcán.

En ese sentido sería bueno que nuestras competentes autoridades (de verdad lo son, al menos en este aspecto) analicen la posibilidad de manejar variables diferentes para nuestro volcán. Quizás alertas gradualizadas que puedan integrarse de una mejor manera. Tal vez varios niveles de Amarilla y otros tantos de Naranja que nos permitan llegar al punto más cercano a una emergencia mayor para ponernos a resguardo. Si bien no tenemos una propuesta en ese sentido —es deber de los expertos estudiar las alternativas— no podemos seguir con estas alarmas que generan una anormalidad y una serie de efectos contrarios en algo que debería ser relativamente normal: vivir al lado de un volcán activo. 

La verdad es que nuestra montaña estaba así antes de que llegásemos y seguramente seguirá así cuando toque partir. Entonces, debemos entender que en algún momento llegará la hora de alejarse. Pero las señales debieran ser más claras en ese sentido. Esto, porque la sobrealerta podría tener un mal final muy similar al famoso “cuento del lobo”. El problema es que cuando de verdad venga el lobo (y va a venir tarde o temprano) quizás no escuchemos las voces que nos piden evacuar creyendo que, una vez más, podrían estar sobrereaccionando. Y esto último podría costarnos muchas vidas.

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