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La historia de supervivencia de Pablo y Esteban: estuvieron tres días sin comer y en condiciones extremas perdidos en la alta montaña puconina
Ambos excursionistas que se extraviaron en el Villarrica Traverse revelaron momentos complejos de la experiencia que casi les costó la vida en la cordillera. Más allá de las variables que los hicieron desviarse del sendero principal, la lucha por no dejarse morir en medio de las condiciones extremas logran impactar y, por cierto, deja varias enseñanzas que, a la luz de los hechos, se vuelven trascendentes e imperdibles.
“El primer día concluimos de armar las mochilas a las 6:30 pm, mi mamá y papá nos tomaron una foto de partida en el cámping cafetería Puesco. Cuando llegamos acá nos dimos cuenta que era otoño, 22 del 03. Bienvenidos barba de viejo, correr de río y hojas caídas anaranjadas…”.
Así parte la bitácora de la excursión, escrita por el estudiante de arquitectura, Pablo Miranda (29). El joven estaba a punto de iniciar, junto al psicólogo Esteban Rodríguez (57), una ruta planeada desde hacía varias semanas. El Villarrica Traverse se asomaba como la aventura perfecta para cerrar el verano de estos autoconfesados amantes de la naturaleza y la vida al aire libre. Todo, según cuentan, planificado y analizado desde lo técnico y también desde los suministros. Clima, alimentación y ropa adecuada eran la propuesta para caminar por cuatro o cinco días en el sendero que suma en total unos 80 kilómetros y que une Puesco con el volcán Villarrica. Pero, tal como en la vida, las cosas no salieron de acuerdo a lo planificado. Y esos cinco días se transformaron en diez; tres de los cuales estuvieron sin ingerir alimentos. La aventura casi les costó la vida. Casi. Pero lograron sobrevivir y contar la historia.
“Me inicié en el montañismo a los 20 años, hace 37 años, y recuerdo que mi primer ascenso de complejidad fue precisamente el cráter del volcán Villarrica. La pandemia me afectó en el sentido de interrumpir mis salidas a la montaña, de modo que apenas salimos del encierro me animé a retomarlo con más frecuencia y elegí retomarlo con un curso que me actualizó, me dio nuevas herramientas y fue clave en el desafío de supervivencia que afrontamos con Pablo”, dice Esteban, quien es —entre otras cosas— consultor de empresas y académico de posgrado.
El profesional agrega que el viaje original era al Cordón Caulle en la región de Los Lagos y sería con otras tres personas. Pero las agendas no concordaron, el destino cambió hacia el Traverse, y sólo llegaron ellos dos al plan elaborado: “Pablo y yo habíamos recorrido parte del Parque Nacional Villarrica, juntos y separados y en enero de este año hicimos el ascenso al precioso Volcán Quinquilil (Colmillo del Diablo). Ese día me apasionó conocer la historia de Villarrica Traverse que me contó el propio Eugenio Benavente (concesionario de la Cafetería de Puesco), en la cafetería donde se inicia (o termina) la ruta”.
Pablo, en tanto, es un joven aficionado al montañismo, quien —según cuenta— usó los tres años de pandemia para practicarlo y desarrollar esa área de su vida y ver cómo relacionarla a la carrera que planea seguir ya en su etapa final. El joven, delgado, alto y fibroso, se preocupó de llevar una bitácora de todos los días que duró el viaje y en ella fue anotando las experiencias vividas. Primero, en el tramo de las Lagunas Andinas, donde prácticamente, pasaron gran parte de la travesía (cuatro días) capturados por la belleza escénica y la tranquilidad de los parajes. Y luego, ya en la crisis de afrontar la naturaleza en su versión más extrema y con la ruta perdida. Eso sí, ambos aclaran que la idea original era hacer medio Traverse. Es decir, llegar hasta Palguín en tres o cuatro días y analizar si se podía llegar hasta la base del Villarrica. En la eventualidad de terminar el trayecto completo tenían pensado contactar a la madre de Pablo (Layla) para ubicar un punto de encuentro y que les llevara alimentos. Lo que, obviamente, no sucedió.
Perdidos
Pero las cosas se complicaron después de los primeros días. Es decir, luego de los lagos y lagunas andinas. El clima, la mala señalética y las huellas engañosas dejadas por motocicletas les hicieron desviarse de la ruta y promovieron la crisis que vendría luego.
“Planificamos cuatro o cinco días y quedamos con la mamá de Pablo que confirmaríamos por celular si nos recogía en Palguín o después. Tal como teníamos previsto, el clima fue bueno y disfrutamos mucho de las lagunas Avutarda, Blanca y Azul. Pero, precisamente el día que volvíamos de laguna Azul y nos disponíamos a bajar por el sector de Quetrupillán y regresar a Pucón, nos encontramos en medio de una nube. Teníamos unos 40 metros de visibilidad, y en ese punto con nulo acceso a ver la baliza (marcas en la ruta dejadas por Conaf) que seguía en la ruta del Villarrica Traverse”, recuerda el psicólogo, quien agrega: “No hubiera sido problema alguno esa nube para nosotros salvo, por la lamentable coincidencia de que justo en ese momento solo podíamos ver el letrero de Conaf referenciando la laguna Azul (de la que veníamos) y a sus pies la huella nítida de una ruta que está en el parque, pero se dirige más hacia el sur y termina entrando en un fundo. Esa ruta hacia Colonia Benavides es una por las cuales hoy circulan motos y personas quienes de manera irregular ingresan por un predio contiguo al parque y su huella es sobradamente la que está marcada en el punto en que nos desviamos de la ruta (es decir, en sentido contrario del sendero del Villarrica Traverse)”.
Y ese fue el inicio del calvario posterior. Fue una conjunción de condiciones negativas que los desviaron en un camino al suroeste del volcán Quetrupillán. Y esto último, en los hechos, los sacó del parque y los metió en senderos y predios privados, con una tupida vegetación agreste en medio de la cordillera. Un yerro que pudo ser fatal. “Lo más fundamental acá fue la visibilidad, porque si hubiese habido un cielo claro no nos perdemos”, recuerda Pablo.
“Lo peor fue que bajando por este camino hacia Colonia Benavides, en unos minutos dejamos atrás la nube y al rato sobre la misma huella aparecieron las balizas, ya que estábamos aún en el parque, y vimos nuevamente las balizas junto al camino y seguimos bajando por allí. Pablo calcula que fueron siete o incluso más balizas. O sea varios kilómetros, tres o cuatro quizás. Nosotros obviamente sabíamos que habíamos hecho un giro al sur, pero en ese momento no teníamos dudas debido a las balizas. La cara me cambió, sin embargo, cuando se acabaron las balizas y más tarde llegamos a un cerco y poco más adelante a un antiguo aserradero abandonado. Examinamos el lugar, que claramente estaba deshabitado, gritamos y por ahí se escuchó una respuesta muy, muy lejos pero que no se tradujo en nada”, retoma Esteban. A esas alturas, calculan, ya estaban fuera del parque y, obviamente, lejos del Traverse.
La crisis
Luego de varias horas de caminata y estando en el aserradero abandonado tomaron una decisión. A la luz de los hechos, no fue la mejor, por cierto. Seguir las huellas marcadas y por la que se notaba que transitaban motos. La idea era tratar de llegar a algún lugar habitado. Pero las cosas se fueron complicando cada vez más. “Nosotros por una mala interpretación y en sentido de que bajábamos pensamos que íbamos a llegar a una caseta de Conaf y cuando se acaban las balizas, en vez de volver a la última baliza que vimos, el instinto fue seguir la huella que estaba muy marcada y caminamos por ella”, rememora Pablo.
“Seguimos la huella hasta el final y terminamos tras varias horas en un hermoso mirador. Impresionante. Enorme, precioso; pero, al mismo tiempo decepcionante, puesto que Pablo y yo ya a esas alturas ya estábamos claros de que estábamos fuera de la ruta. No más balizas, ni más camino. Claramente estábamos ya muy al sur y fuera del parque. Era el día que teníamos que regresar y nos quedamos varados, muy lejos de la ruta correcta. Nos habíamos extraviado, confiándonos en esas balizas y en ese momento sin batería en el celular no podíamos chequear el mapa con el GPS”, complementa Esteban.
La situación ya estaba complicada, por lo que decidieron acampar. Ya era el lunes 27. Solo tenían víveres para una ración. Había que esperar y quizás el descanso nocturno daba alguna claridad. Pero las cosas no mejoraron. A las horas se dejaría caer un frente de mal tiempo con lluvia, algo de nieve y mucho frío: “Al día siguiente —habla Esteban— obviamente nos tendríamos que enfrentar a la falta de comida y eso nos llevó a tomar decisiones de ensayo y error para intentar salir rápido sin tener que regresar tres o más días hacia Puesco sin comida. Ese día probamos tres caminos diferentes, obviamente no señalizados, que yo terminé evaluando como posibles restos de una antigua faena forestal, algunos de estos caminos cortados, etc. Un desastre”.
El relato del psicólogo continúa: “El siguiente día se nos vino encima el cambio del clima. Hicimos un último intento de bajar por esa zona, pues por lo que veíamos en las cotas y en el mapa sabíamos que estábamos ya cerca de un camino. Y fue una tormenta perfecta, porque por primera vez perdimos el control, nos obsesionamos con cruzar la montaña que teníamos enfrente intentándolo hasta ya de noche, luchando contra el tiempo y viendo como la huella que iniciamos se hacía cada vez más cerrada e insalvable. De hecho, subíamos y nos encontrábamos con bajadas y nuevas subidas que a esa hora eran ya invisibles e inesperadas. Un balde de agua fría. Estábamos ya de noche a ratos gateando con nuestras mochilas para sortear un árbol que cayó en la estrecha y antigua huella y a ratos sorteando un pantano”.
El frío, la lluvia y la falta de comida comenzaron a hacer lo suyo. Ahí la fortaleza mental era clave para seguir y no desfallecer. Ya en el tercer día sin comer. Y esa noche fue, probablemente, la peor. “Estábamos complicados con el tema de la comida porque no sabíamos si íbamos a encontrar. Muertos de frío. En ese momento nos pusimos en modo de pánico. Dijimos, ‘hoy tenemos que resolver este problema como sea’”, dice Esteban. Pero las cosas siguieron malas. Caminaron por una huella que los llevó a ninguna parte, mojados completos y calados de frío. Ese martes 29 fue el punto de quiebre. El psicólogo continúa el relato: “Ante cada paso y contacto con el follaje recibía una lluvia, un balde de agua gélida y la humedad era extrema. Tosí tres veces hasta que dije basta. Me di vuelta y le dije a Pablo: ‘Aquí paramos. No más intentos de llegar al camino sin una huella, mojados y en riesgo de enfermar. Primero la salud, no tenemos comida y vamos a cuidar la energía física y psicológica que nos queda’. Pensaba que si Pablo o yo nos enfermamos morimos. Era imposible que sobreviviésemos a ese clima, sin alimentos ni medicamentos o suficiente descanso”.
“Ese día en la mañana fue insoportable —recuerda Pablo— no habíamos comido, teníamos frío, con las patas congeladas. No quería levantarme y Esteban tuvo que cambiarme la actitud con apoyo moral. Ahí hicimos una fogata, calentamos el cuerpo y secamos la ropa”. Todo un punto de inflexión.
“Nos salvamos, ven abrázame”
Era ya el 30 de marzo cuando algo de claridad mental los apuntó hacia los piñones. En el fruto de la araucaria podría estar la salida al problema del hambre. Pero no fue lo único, también la decisión de desandar lo recorrido y llegar hasta el punto donde, entendían, se habían desviado casi cuatro días atrás. “Cuando bajamos por ese sendero los piñones eran invisibles, no los veíamos; pero cuando íbamos subiendo (de vuelta por la ruta que hicieron) ahí el Pablo ve los piñones como comida”, habla Esteban.
Según lo que dice Pablo, dos semanas antes había estado en la laguna Quillelhue con unos familiares, quieres se recordaron de su infancia y le hablaron de los piñones. Fruto que él también consumió en los otoños puconinos durante su vida. “El 30 de marzo comimos piñones a medio cocinar en la noche y el 31 ya los comimos cocinados”, dice el joven. El punto es que los piñones cambiaron el escenario. Decidieron recolectar una buena reserva para planificar la vuelta, ya sea hasta Palguin o Puesco. Pese a todo, de alguna forma el riesgo de morir bajó considerablemente con esas decisiones. Con todo, Pablo decidió adelantarse y seguir la ruta hasta el punto de desvío y Esteban se quedó recolectando piñones para la vuelta.
“Con el día ya despejado Pablo regresó al citado cruce y letrero y miró hacia el camino y vio la primera baliza y luego la segunda y regresó. Venía emocionado y vió la generosa cosecha cantidad de piñones a mi lado y me dice empañado de lágrimas ‘nos salvamos, ven abrázame’ y lloramos. Luego Pablo me dice quiero que escribas algo en mi libreta acerca de este momento y yo repuse, ‘Pablo hagamos un video, aquí en el momento’. Sí me respondió, quiero que hagamos un video privado, para mi familia. Y así fue porque claro, lo que sostuvo a Pablo era que quería abrazar a sus padres y hermanos”, recuerda Esteban.
Luego, llegan juntos al ya mencionado cruce y a los metros de ahí se encontraron con unas turistas alemanas que les convidaron alimentos y les permitieron cargar los equipos de celulares. Mientras tanto, durante ese viernes 31, la mamá de Pablo ya había dado una alarma y el rescate comenzaría a primera hora del sábado 1 de abril. Al día siguiente lograron un contacto por celular, caminaron en el sendero hacia Palguín y lograron ser encontrados por rescatistas de bomberos. Venían con hipotermia, con tres kilos menos cada uno; y con la experiencia de haber estado cerca de la muerte, perdidos en la montaña.
Lo que les queda de la experiencia…
Pero más allá de la historia, la noticia del rescate y el movimiento mediático generado; la pregunta sobre qué saca en limpio cada uno; las respuestas asoman. Quizás sorprendentes, quizás no tanto. Pablo es el primero en hablar respecto de esto. “Que hay algo más fuerte que querer vivir y es mamá y papá. Todavía no tengo algo más valioso para mí que mi padre y mi madre”, dice y agrega: “Para mí fue impresionante saber que están, que me apoyan y que tengo la fortaleza de poder hacer algo más allá de ese núcleo de amor”.
Pero no es lo único. La experiencia también le dejó una marca en torno a situaciones complejas que ha vivido en los últimos años: “Son situaciones cúlmine de la vida. Cuando crees que no vale la pena seguir, te pueden sorprender y te puedes enganchar en algo para continuar”. Pablo define la experiencia como la más crítica de su vida.
Esteban, en tanto, apunta a varios elementos. Entre esto, agradece a Dios por sobrevivir, el amor hacia sus hijos (“Los amo hasta las entrañas”, dice) y valorar lo que tiene y no lamentarse por lo que ya no está. “Creo que todo lo que he vivido en lo personal y familiar (más allá de lo aprendido como psicólogo) me preparó para este momento, sobre todo el hecho de haber cuidado y criado a mis hijos solo los últimos once años. Es decir, sentirme a cargo de Pablo como lo he hecho como padre de Tomás y Esteban me puso en modo protección y dejé de lado el modo víctima. La energía, la mirada, el gesto, la palabra, lo que despertaba y fluía en mí para acompañar y sostener a Pablo en sus momentos de fragilidad no solo le llegaba a él sino que me nutría a mi”, dice.
Ante la pregunta sobre si repetirían la experiencia de intentar hacer nuevamente el Villarrica Traverse, ambos responden: “Sí”. Definitivamente, la bitácora de Pablo se seguirá escribiendo.