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Me vacuné contra el coronavirus (supongo)

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En esta columna la periodista Pamela Gutierrez relata para La Voz… su experiencia en primera persona como parte del estudio de la Universidad de Oxford y la Universidad de Chile en la vacuna contra el coronavirus. Esta es su historia.

A las 12:57 de hoy (martes 22 de diciembre) ocurrió. La enfermera me inyectó la vacuna contra el coronavirus (diseñada por AstraZeneca) o bien puede ser un placebo, según establece el estudio de la Universidad Oxford con la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile. ¿Dolor? Cero.

Una amiga nos contó que había participado del estudio y me entusiasmé, porque pensé que si estaban estas casas de estudio detrás de esta iniciativa, no se iban a arriesgar a inyectar un producto que tuviera consecuencias fatales. 

Me inscribí y a los pocos días me llamó una joven reclutadora que me hizo preguntas básicas como nombre, edad y enfermedades de base. Lo que más me insistieron en que mi participación era voluntaria y podía arrepentirme en cualquier momento. Sin embargo, ya se estaba alcanzando los 1.000 cupos que se habían habilitado para este estudio.

Llegué a la Facultad de Medicina de la U. de Chile hoy a las 9:45, nerviosa y entusiasmada. Me atendió un joven que sacó fotocopia de mi cédula de identidad y me dio una bolsa que contenía agua mineral, un snack y una mascarilla. Y luego te pasan lo más importante: el documento de 24 páginas del consentimiento.

En el papel a uno le explican de qué se trata la vacuna, el placebo, posibles consecuencias. El estudio dura dos años, durante los cuales al voluntario lo monitorean a través de una aplicación telefónica. Mientras los pacientes leíamos, un doctor alto y bonachón iba contestando amablemente las consultas de los asistentes. Di un vistazo a quiénes estábamos allí: la mayoría eran menores de 40 años, muchos con cara de estudiantes universitarios y había un leve número superior de mujeres.

Leído el documento, donde insisten varias veces que uno se puede retirar en cualquier momento, viene una exhaustiva entrevista con un médico. Preguntan todo: las enfermedades crónicas, en mi caso resistencia a la insulina, síndrome vertiginoso y alergia cutánea. Luego, el listado de remedios que uno toma. Preguntas sobre otras enfermedades que uno esté padeciendo o si integrantes de la familia están afectados, consumo de drogas (¡No!), con quién vives. Le pasé mis exámenes (siempre ando con esa carpeta) para que el doctor se asegurara de mi estado de salud.

Terminada la entrevista, se firma el consentimiento. De ahí viene la ronda de exámenes: test de embarazo (tengo 50 años, no pude evitar reírme); examen de sangre, peso, estatura, PCR (el hisopo es muy molesto) y termina con la instalación de la app de vigilancia médica.

En todo este relato han pasado más de dos horas. Luego viene una señorita que guía a un grupo de cuatro personas al vacunatorio. ¿Me dolerá la inyección? ¿Y si me vienen otros síntomas? En caso de una reacción adversa muy severa, el estudio contrató un seguro para cubrir esos gastos médicos.

Al fin en el vacunatorio. A estas alturas, lo único que me preocupaba era quién me iba a tomar la foto para inmortalizar el momento. Afortunadamente, justo iba pasando un señor que accedió a hacerme el favor. Y me inyectaron. 

Han pasado casi dos horas y una amiga me pregunta con algo de ansiedad: “¿Cómo te sientes?”. Regio, le dije yo.

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